Publicado en ABC, suplemento “Las artes y las letras”. Semana del 14 al 20 de enero de 2006.

 

 

 

Una de las señales de dominio de un arte radica en poder hablar de él a la vez que se realiza. Velázquez y Picasso lo han hecho como nadie en pintura. Y tantos otros en literatura. No es preciso irse muy lejos. Siglos antes de que se pusiera de moda hablar de meta ficción, y sin necesidad de tales términos, el gran arte de la novela habló con Cervantes acerca de su propia naturaleza, y esta conversación se ha convertido después en una constante de la literatura que Sterne, Fielding, Dickens y Henry James ejecutaron a partir de tal modelo.

 

Juan José Flores ha preferido hablar en su novela de dos autores que han continuado la saga meta ficcional en la tradición hispánica, al citar a Borges y a Unamuno, aunque me parece más interesante, menos tópico y explícito, que quepa encontrar en el apellido de uno de los personajes centrales del final de esta historia, Morel, un guiño que nos encamina al conocido relato de Bioy Casares La invención de Morel, todo él un mapa de la geografía de la ficción, de la creación de mundos que la fantasía convierte en reales, y de la necesidad íntima que las gentes tienen de vivir en las historias, de realizarlas en la vida de modo parecido a como se realizan en los sueños.

 

IMPORTANCIA DE LOS SUEÑOS.

De forma que esta novela tiene su urdimbre básica en el propósito de hablar sobre la importancia que en la vida tienen los sueños y esa vertiente fundamental antropológica que llamamos suplantación o máscara (raíz de persona, en griego). He dado a la crítica el título de «Las cerezas de la ficción» porque es una novela que se dispone narrativamente siguiendo el mismo proceso de cuando unas cerezas son extraídas de un cesto, que van sacando otras, y éstas se ven continuadas por las que les siguen, de forma que, puesto en marcha el mecanismo, ya no hay quien lo pare, lo que da a la propia novela una apariencia inicial de artilugio, que por fortuna tiene un sentido mayor, descubierto luego.

 

Un director de cine de nombre Germán Lozano tiene en proyecto una película, de título Todas las primaveras, de la que ha esbozado tan sólo parte del guión, que entrega en manuscrito a su ayudante, Diego Varela. Todo lo desencadena la muerte repentina de Lozano mientras están en el rodaje de otra película, rodada en la extraña y decadente mansión de los Mongrí, una familia burguesa arruinada. Le sigue la sustracción del manuscrito de la que iría a ser la película siguiente, por parte de un miembro aparentemente enloquecido de la familia Mongrí, de nombre Adrián, que mientras lo posee lo va completando. Se suceden las historias superpuestas tanto de este Adrián y de su novia, María, con la de los dos protagonistas de una historia de amor en la Guerra Civil, Raúl Bertrán y Teresa, las cartas que éstos se han enviado y que Lozano había llegado a conocer. Una misteriosa situación acaecida en el Hotel des Suisses de París, con sucesivos suicidios, entrelaza luego otras cerezas narrativas. La novela por tanto va saliendo de una historia para desembocar en otra, que a su vez lleva a una tercera, y resulta finalmente que las tres tienen mucho que ver entre sí.

 

CONEJOS DE LA CHISTERA.

No estoy interesado en desvelar los pormenores de esta urdimbre, voluntariamente artificiosa, y en algún punto algo forzada, pero sí en decirles lo que me parece fundamental del arte narrativo de Juan José Flores, que ya se anunciaba en su novela En el umbral: logra una naturalización narrativa de sus mundos ficcionales, de forma que lo más complejo se cuenta como si fuese sencillo. El novelista sabe ofrecernos así una inteligente labor de prestidigitador en el escenario de su tramoya, con una chistera de la que van saliendo conejos. El espectador (el lector) aplaude porque percibe un tono de sencillez narrativa que compensa una estructura de visible complejidad manierista.

 

OTRAS VIDAS.

Flores es de esa forma un prestidigitador narrativo y se atreve incluso a poner la guinda de la locura y de los sueños de un autor implícito como índice (meta) literario que explica todo el proceso. Al final, viene a decirnos, cada uno de los personajes de esta historia va imaginando una vida «otra», que quiere realizar, y que en cierto modo le justifica: Adrián vence su enfermedad creando un guión; Morel, viviendo en el Amazonas una historia fantástica plagada de misterio; Lozano, encontrando una historia de amor imposible vivido durante la guerra en la pura fantasía por dos amantes que se ven suplantados por otros… Todos en esta novela son otros. ¿Y no es eso lo que pasa en las ficciones, que soñamos ser otros? Para que la novela cumpla bien este designio meta literario ha sido fundamental que el mecanismo tuviera la duración precisa, su relativa brevedad. Que haya sido bien medida, con contención. Detrás de cada historia de las imaginadas (la de misterio policíaco en las muertes del hotel, la de las cartas enviadas al frente en plena guerra, con una hermosa historia de amor imaginada, las del director Lozano con su doble vida, las de Héctor y Carmen en la Academia Anglada) había una posible novela en ciernes, que no se desarrolla.

 

Me ha resultado innecesaria la figura de la criada colombiana Maura. Es su increíble salto garcíamarquesano, de soñar los sueños de otros, lo que resulta a mi juicio excesivo e ineficaz, por ser precisamente eso: demasiado «puesto». Pero excepto ese personaje y su historia con Adrián –una vuelta de tuerca, ya digo, algo pasada de rosca–, Flores resuelve su juego con notable maestría para decir sobre la ficción lo que tiene de verdadero y de imposible. Con ello penetra en la íntima contradicción de las suplantaciones que el cine, y la novela, o la música, ejercen de continuo en las vidas de los espectadores o lectores, y que suelen pasar desapercibidas, excepto cuando alguien lo pone ante nuestros ojos con buen artificio y bien compuesta invención.