(1997) Editorial Thassàlia.

 

 

Como un ángel herido es la historia de  un viaje nocturno –durante una sola noche, en automóvil, en soledad–, y también es la historia de un encuentro posible. El protagonista acude a una cita con alguien que agoniza a setecientos kilómetros, y que no sólo le ha pedido que recorra esa distancia para reunirse con él antes del final, sino que también le ha llamado desde el pasado. Es pues, ante todo, un viaje a través del recuerdo, pero también un combate: contra el ángel custodio de la memoria que se niega a ceder sus últimos secretos. Quien agoniza, un pintor ya famoso afincado desde su juventud en un pueblo, conoce al protagonista desde que éste era un niño; casi treinta años les separan. El uno ha representado algo primordial en el despertar a la adolescencia y a la juventud del otro. Para el más joven, regresar al pueblo de su madre, en donde tiene lugar la agonía, es también acercarse al territorio misterioso y olvidado de su propio origen como individuo, de su más antigua concepción del mundo. En el instante en el que arranca la novela, ambos personajes llevan dos años sin verse, separados por los setecientos kilómetros que ahora deberán recorrerse, y también separados por la culpa. A la cita también está convocada una mujer, Irene, que fue la última amante del pintor. El protagonista ama  a Irene –ambos se aman o se han amado–, y tampoco a ella la ha visto en esos dos años de ausencia, puesto que Irene ha desaparecido. Al final de esa noche, todo podrá suceder, pero antes será preciso atravesarla. También el pintor, en su juventud, entabló su peculiar lucha contra el ángel de la memoria, pero él estuvo a punto de perder ese combate, de pagar el precio de su derrota con la vida. El rastro de esa lejana confrontación, casi perdida, casi ganada, casi mortal, perdurá en su obra, en su vida, en su destierro voluntario en el pueblo. Solamente Irene –la escritora– tratará de escapar verdaderamente del ámbito implacable de la memoria, o acaso se atreverá a mirar cara a cara su verdadera faz, a conjurarla con la literatura, fabulando, creando otra memoria distinta, inaccesible a los recuerdos enfermos de tiempo. Ella es la que irá tejiendo la inacabada leyenda de Laureano –bisabuelo del protagonista, amigo del pintor– de los días en que quiso ser titiritero, recién vuelto de la guerra de Cuba; de su fama de soliviantador de la naturaleza; de sus rostros cambiantes y su sombra aureolada de verde. Irene será pues quien custodie los instantes ignorados por todos, los preserve del olvido y de la devastadora certeza.