Mi Capitán

 

Durante algún tiempo fui el capitán Alvarado, pero entonces no me daba cuenta, supongo que no estuve a la altura, no supe reconocer el honor con el que se me distinguía. Siempre comprendo tarde esas cosas y luego me revuelvo contra mi destino de desatento, aunque casi en silencio y mansamente, en realidad un mero suspiro de desencanto más que una verdadera revuelta, qué se le va a hacer, ni para la queja privada heredé temperamento, mi ser es flemático y desapegado al decir de algunos que poco o nada me conocen, un mero disfraz que con el tiempo perduró, para cubrir las vergüenzas de un carácter débil, poco fraguado, tendente al desamparo. Fue un periodo breve de mi vida, no más de año y medio, pero ya se sabe que la distancia dilata esos tiempos, la perspectiva inversa de la memoria, lo más antiguo parece que duró más que lo reciente. Qué falacia, la voluntad de recordar está siempre expuesta a tales trampas, espejismos, efectos ópticos que se acumulan cuanto más lejanos los recuerdos, las estancias de la niñez que aparecen más grandes de lo que fueron, sus muebles desmesurados, y lo que pasa es que uno era mucho más pequeño, nada más. Así puede que también el tiempo de la infancia nos venga grande de niños, rayando la eternidad. Naturalmente no conservo documento alguno que certifique el perdido rango, ni un mal papel cuarteado por los años, ni tampoco una foto en un rincón de un carnet ribeteado por la bandera tricolor, en la que poder ver el rostro del joven capitán que fui, y quizás el cuello de la camisa militar con las tres estrellas a cada lado. Todo debió perderse o fue destruido, tragado por la derrota y el tiempo.

 

Balbina solía llamarme «mi capitán» al recibirme en aquellas visitas, convencida de complacerme, una forma que tenía de regodearse con mi nueva graduación, la sonrisa radiante, la mirada de niña traviesa. A veces se enredaba de pronto en un silencio embarazoso del que escapaba con la excusa de ofrecerme un café que mi madre le ayudaba siempre a preparar, y yo las oía luego trastear a las dos en la cocina y hablar en voz baja como si conspiraran para mi bien. El café la tornaba algo más locuaz y atrevida, y no dejaba entonces de reprocharme mis pocas cartas, aunque enseguida se mostraba comprensiva con aquella escasez,  enumeraba lejanas vicisitudes del frente, y hasta me atribuía ciertas hazañas que nadie sabía quién podía haberle contado. Yo creo que todo lo inventaba ella misma para halagarme, para tender ante mí una alfombra roja de prestigio, o para dulcificar aquellos momentos en los que a mi vez permanecía en silencio, y su mirada se oscurecía un tanto porque creía descubrir algún mal pensamiento cruzándome la memoria, algún recuerdo hosco o insoportable, un nubarrón que pudiera atenuar la  clara luz de aquella alegría del breve reencuentro. Entonces me llegaban imágenes que no me pertenecían, y una angustia de cuerpo tendido en el lodo aguardando lo que no se puede aguardar. Veía pasar ante mí algo que parecían las hilachas del tiempo de la derrota, y un viento helado se las llevaba en volandas hasta que a veces se quedaban pegadas al rostro de la gente, por culpa de aquel viento infausto, y la cegaban, y parecía que buscaban ahogarla. Todo me venía como en un sueño en el que yo hubiese sido otro, por cuyos episodios transitaba casi indemne y ajeno –ese punto distante que según dicen corresponde a mi índole–, aunque por primera vez tan escorado hacia el misterio de que el soñador pudiera ser otro: ella, quién si no, Balbina, la que me inventaba, me descomponía y me volvía a componer, y yo me ofrecía a aquel sacrificio ambiguo, placentero y doloroso, dejándome contemplar a cada nueva visita como un ser renacido, permitiendo que su imaginación le confiriera un nuevo sentido a mi vida, un destino de héroe que no pude sospechar. Balbina sabía más del capitán Alvarado que yo mismo.

 

Me gustaba indagar en sus ademanes nerviosos al servirme la taza de café, aquel temblor en las manos que me costaba calibrar, la mirada huidiza mientras mencionaba, casi ruborizándose, alguna de las bromas que solían gastarle sus compañeras de la fábrica: «Dicen que somos novios, que nos casaremos en cuanto acabe esta guerra». No sé por qué, tras aquellas palabras, mientras ella revolvía el azúcar en el café como para evadirse del azoramiento, para disolverlo en lo amargo, yo la imaginaba siempre corriendo por las calles de la ciudad, pero a quien veía era a una joven desconocida, radiante pese a los bombardeos y a tantas noches pasadas con su familia en el refugio, una desconocida con una certeza indescifrable en la mirada, huyendo de algo que no sólo fuesen las bombas, que la habría de alcanzar indefectiblemente pero a lo que resistiría sin doblegarse, con una fuerza que ella aún no se conocía y que perduraría más allá de cualquier forma de infortunio.

 

A veces, cuando disponíamos de más tiempo, salíamos a pasear un rato por el parque, siempre acompañados por mi madre, naturalmente, y Balbina se colgaba de mi brazo, me agarraba con tanta fuerza que yo creía que no me iba a soltar nunca en aquellas lentas, interminables caminatas que la dejaban exhausta. «Podríamos perdernos en este bosque chiquito y desaparecer, como en los cuentos que me contaban de niña», me decía. Su sonrisa de entonces era, más que nunca, la de una superviviente, la de quien había reunido sus últimas fuerzas como una calderilla exigua para invertirla, íntegra, en aquella sonrisa, que es la que siempre recordaré de ella. Juntos contemplábamos olmos, sauces y castaños, recorramos sendas de hojas secas que conducían a lugares recónditos donde parecía imposible pensar en una guerra, aunque hubiera resabios de sombra arañando aquella luz tamizada y benéfica, aquella felicidad de jardín vallado, el eco sordo de un peligro que en algún

 

lugar había pronunciado un nombre, aquel rumor que estorbaba el claro silencio del parque y lo tornaba de pronto umbrío y sin paz, una piedra lanzada al estanque, aquel espejo sin mácula desdibujando toda imagen. Balbina solía preguntarme por los hombres que estaban bajo mi mando en el frente, y los imaginaba como un grupo compacto y leal, en ningún caso sumiso, jóvenes a los que sin duda yo debía haberme ganado no por la fuerza impuesta del rango, sino por la rotundidad de aquel carácter sosegado, por el aplomo y la seguridad que yo sabría transmitirles, la convicción de que podían ser invulnerables, de que la guerra estaba ganada. «Así me pasa a mí cuando te veo. Vuelvo a creer que la guerra puede ganarse.» Quién sabe de qué barato folletín habría sacado el remedo de semejantes cualidades que se empeñó en atribuirme.

 

La despedida era siempre un momento difícil para los dos. Ella lanzaba una mirada fugaz a mi madre, corno pidiéndole permiso para abrazarme, y luego venían las lágrimas que a mi me costaba tanto olvidar después, y aquellas palabras: «Cuídate mucho, Jacinto, por lo que más quieras». Las primeras veces me parecía todo tan teatral, casi insoportable, que me juraba no volver. <<Sí, sí, tú también cuídate mucho, Balbina», contestaba pese a todo, con cierto rictus estático, un puro pasmarote, sin saber qué hacer –ya he dicho que no supe estar a la altura de aquella circunstancia–, prometiendo cartas imposibles que no habría de escribir jamás. Salía de aquella casa ensombrecido y menguante, como si al llegar a la calle hubiera de desaparecer sin dejar rastro, eclipsado por la realidad y el paso del tiempo, temiendo que mi madre lograra convencerme para que regresase una vez más, sabiendo que lo haría, pese a todo, tarde o temprano. De poco sirve lamentar mi actitud de entonces, aquel distanciamiento, la inconsciencia de lo que estaba sucediendo en realidad. Es inútil decirme que hubiera podido ser más atento, como me reprochaba mi madre, más dispuesto y cortés en lugar de tan callado y críptico y ausente, pero también es posible que sin pretenderlo actuase como era debido, y cualquier otra cosa hubiera resultado pura afectación, la peor de las traiciones.

 

Aquello duró pues un año y medio, un periodo definido, un capítulo inquietante que representó una verdadera sorpresa para toda la familia. La tía Balbina había empezado a tener lapsus de memoria, a perder la noción del tiempo, a confundir nombres y parentescos y en definitiva a preocupar a sus hijos y sobrinos ante aquellos síntomas alarmantes, sobre todo porque por aquel entonces ella vivía sola desde que enviudara. Sin embargo, lo que nadie logró explicarse es por qué empezó a llamarme «mi capitán», precisamente a mí y a nadie más. Balbina era en realidad tía de mi madre y entonces tenía setenta y seis años. Algo debió ver en mí durante aquel periodo, y no estoy seguro de que fuera mi rostro o solamente mi rostro, aquel aspecto un tanto estrafalario de mis veinte años. Puede que fuera mi actitud tan denostada en el fondo por todos, aquel apartamiento hosco y un tanto obcecado de las cosas, el aire deliberadamente indiferente, lo que provocó en ella el espejismo, lo que resucitó al tal capitán Alvarado del que nadie en la familia había oído hablar jamás. Tal vez fue un amor de juventud que truncó la guerra, un amor del que ya era imposible saber si había sido inventado o solamente muy secreto, tanto que ni mi abuela Lucía, la hermana mayor de Balbina, llegó jamás a conocer. No fueron pocas las cábalas que se hicieron para dilucidar si aquello era cierto, si Jacinto Alvarado fue o no un hombre de carne y hueso y poco aficionado a escribir cartas. Todo intento de establecer la identidad de aquel personaje fracasó. ¿Cuándo y dónde pudo conocerlo Balbina? ¿Cómo se veían? ¿Existieron aquellas cartas tan escasas escritas en el frente y de las que ella hablaba entre reproches? De ser todo cierto, Balbina habría vivido con aquel secreto toda su vida, se casó en el año cuarenta y dos con el tío Andrés, tuvo tres hijos, cuatro nietos y enviudó sin mencionar jamás a nadie aquel episodio del pasado, hasta que penetró en aquél extraño túnel del que ya no habría de salir. Entonces, durante año y medio reapareció aquel recuerdo agazapado, o ensueño, quién sabe ya lo que encarné. Así que fui el único capitán Alvarado posible para la familia, mi rostro de los veinte años, mi actitud de desapego certero es lo que perduró a fin de cuentas de aquel personaje quimérico. Yo hubiera podido ayudar más en aquella indagación, sonsacarle a Balbina lo que ni sus hijos ni mi madre lograron sonsacarle, suscitar conversaciones intencionadas, tratar de evocar datos. «Averigua quién era, qué fue de él.» No es que yo me negara a ello, es que realmente no supe hacer sino lo que hice, tan poco en definitiva: ser quien ella creyó que era, un puro sueño tal vez, ir a visitarla de vez en cuando, aunque fuera a regañadientes, es cierto, casi arrastrado por mi madre. «Verte es lo único que la anima. Ya no nos reconoce. Hazlo por mí.» No creo que Balbina me hubiera aclarado nada, puede que a mí menos que a nadie, porque lo que ella quería evocar estaba más cerca del sentimiento que del recuerdo.

 

 

Un día dejó de reconocerme, de llamarme «mi capitán» al verme. Lo supe antes de que dijera nada, lo vi en sus ojos, en su mirada ya no estaba el capitán Alvarado. No sabría explicar qué sentí, algo que luego disfracé cobardemente de alivio, pero que también fue extraña pérdida –aunque yo lo negara entonces–, la súbita sensación de ser ante Balbina un desaparecido.   Ella no sólo ya no veía al capitán en mí, sino que había dejado de reconocerme, como a mi madre y a sus propios hijos: me había devuelto de aquel ensueño transformado en un completo desconocido, en nadie. Todo acabó de pronto, como había empezado. Balbina había avanzado un poco más por aquel túnel de olvido y confusión que ya no abandonaría hasta su muerte. Puede que aquel año y medio fuese la extraña y larga despedida que dejó en la familia aquel rastro perturbador y aquel nombre, Jacinto Alvarado. En mí, para siempre, permanecería la secuela del rango perdido y el recuerdo de aquella luz que veía en los ojos de Balbina al recibirme, y el de aquellos paseos por el parque, la certeza de que mientras ella no se soltase de mi brazo yo seguiría siendo el capitán Alvarado y ambos seríamos invulnerables.