Madera de fresno

 

Basilio irrumpió en la taberna con el rostro aún demudado y a medio afeitar, el andar cimbreante, dándose cabezazos con sus propios pensamientos. Sus primeras palabras fueron para darnos la noticia: don Eulogio se le había presentado en casa muy de mañana, mientras Basilio se afeitaba, para invitarle por primera vez a su célebre partida de damas y concretar con él algunos pormenores previos al encuentro.

 

Entre los más íntimos tratamos de apaciguar el humor desencajado que Basilio traía a cuestas, doblegándole ya la voluntad, pues pidió que le alcanzaran una botella del aguardiente que le tenía prohibido el médico, y que él, a fuerza de tesón, había conseguido erradicar de sus costumbres. Entre una copa y otra iba repitiendo, con un hilo de voz entrecortada por la quemazón en la garganta, lo que ya todos sabíamos, lo que no admitía réplica: «Don Eulogio me ha retado».

 

No fue fácil recomponerle el maltrecho ánimo. Basilio  no cejaba en sus lamentaciones, rechazaba las buenas palabras, los gestos bienintencionados, se mostraba susceptible y huraño, hasta que por fin, sin duda a causa del aguardiente –al que ya debía de haberle perdido el pulso por la larga abstinencia– se le entorpeció el habla, su discurso se extravió momentáneamente por derroteros que nada tenían que ver con el asunto que le agobiaba, y casi con un gemido acabó sentenciando: «Pues no pienso aceptar». Tuve que ser yo –elegido tácitamente por las miradas de todos–quien le recordara lo obvio. «Basilio, hombre de Dios, de sobra sabes que eso no es posible», murmuré sin poder evitar la sensación de que le estaba propinando un golpe bajo.

 

Salió de la taberna abatido, como huyendo de su propia determinación, los ojos aguados y cierto rencor ahogándose en ellos, dejándonos a todos atrapados en un silencio denso y pegajoso que empantanó la tertulia y restó dulzor al anís y poder al aguardiente. « ¿Cuánto hace que don Eulogio no viene por aquí?», preguntó Diógenes mientras servía una ronda general, tratando de que emergiéramos de aquel marasmo en el que nos habíamos sumido. Aquella pregunta era en realidad la constatación de que don Eulogio había dejado de frecuentar la taberna. Incluso sus paseos vespertinos por el pueblo habían empezado a menguar en los últimos tiempos. Era cada vez más raro verle llegar por el camino de la fuente del Arrimadero, casi en la linde de sus tierras -la silueta enjuta y encorvada bajo el peso de los muchos años-, y atravesar después la plaza Mayor con el paso lento de solitario empedernido, sin despojarse nunca del anacrónico sombrero de ala ancha, el semblante ensimismado y hosco. Don Eulogio se tornaba deslenguado y montaraz cuando soplaba viento del norte. Era fama que entonces, irritado sin remedio, solía recitar entre dientes escogidos pasajes bíblicos, pero tan amañados, retorcidos de tal forma, entremezclando un fragmento de aquí y otro de allá, remodelando a su antojo las santas frases, rayando la invención, todo tan extraña e inconvenientemente combinado, que aquellas inauditas citas prodigadas en días de mal viento y peor talante resultaban devastadoras para algunos oídos sensibles, temidas como jauría de perros asilvestrados por las beatas cuando caían en flagrante herejía, por venir de quien venían. Sin embargo, cuando su carácter no resultaba obnubilado por las vicisitudes del viento, don Eulogio pasaba por ser un vecino apenas distante, aunque aquella distancia fuese inevitable, como bien comprendíamos todos.

 

Una semana después de desafiar a Basilio, don Eulogio acudió a la carpintería de Fermín para encargar el tablero y las fichas que tenía por costumbre estrenar cada vez que retaba a alguien del pueblo a las damas. Ya el padre y el abuelo del carpintero le habían servido en aquel menester, una saga de artesanos fieles a aquellos encargos tan especiales. «Esta vez ha de ser de fresno –le dijo a Fermín con aire cansado–. Dentro de seis días vendré a ver cómo llevas la tarea. >> Don Eulogio habría poseído la mayor colección de tableros y fichas de jugar a las damas jamás concebida, de no ser porque siempre los regalaba a sus contrincantes –un temido premio de consolación–, conforme los iba venciendo invariablemente y uno tras otro. Tan sólo reclamaba para sí una de las fichas blancas contra las que acababa de batirse, ya que él siempre jugaba con las negras, para dar ventaja a sus oponentes. Aquellas peculiares partidas daban comienzo tras la cena, al parecer opípara, que don Eulogio ofrecía a su ocasional invitado. Luego –el juego solía ser breve– podía verse al derrotado adversario regresar a su casa cariacontecido y con el regalado tablero bajo el brazo. Algunos parecían resignados a su suerte, pero la mayoría iba con la desesperación a punto de desbordárseles y un caminar atolondrado y trotón, de perrillo abandonado, que despertaba la piedad de más de un trasnochador que espiase la calle solitaria de aquellas noches de partida, porque era ley que aquellos jugadores vencidos no habrían de ver la luz del alba. La última partida, la de antes de retar a Basilio, la había jugado don Eulogio contra el anterior alcalde del pueblo, que había decretado de antemano tres días de luto oficial en la villa, y había mandado que la bandera, que en las fiestas presidía la balconada de la alcaldía, ondease a media asta y con crespón negro, adelantándose así a sus propias exequias de máxima autoridad civil, tan seguro estaba de que no había nadie en el pueblo capaz de salir airoso de aquella partida contra la razón.

 

Se decía que, muchos años atrás, en tiempos del abuelo del carpintero, era costumbre enterrar a aquellos jugadores abrazados al tablero de damas regalado por don Eulogio. Nadie sabía exactamente cuándo y por qué se trocó aquella costumbre por la de salvar de la fosa aquel pedazo de madera, conservarlo después como una reliquia y hasta inscribir sobre la cuadrícula, a punta de estilete, la fecha de la única partida jugada sobre ella. También hubo una época en la que cierto rumor, propagado por el boticario de entonces, un tal Leocadio, atribuía aquellas muertes a un simple envenenamiento del que eran víctimas los jugadores en la cena previa a la fatídica partida. Pese a que la teoría fue reiteradamente rebatida por el médico coetáneo de aquel boticario, absolutamente todos los que fueron retados por aquella época tomaron la firme determinación de no probar bocado de aquella sospechosa cena. Nada pudo remediarse con aquella medida presumiblemente preventiva. Poco tiempo después, cuando ya no vivía el defensor de aquella teoría –a su vez retado por don Eulogio y posteriormente fallecido, en ayunas, antes del alba–, los elegidos volvieron a participar en aquella cena final, por otro lado y como queda dicho, copiosa y excelente, siempre encargada por el anfitrión a la mejor cocinera que entonces hubiera en el pueblo.

 

Lo que nunca se había logrado dilucidar era por qué don Eulogio retaba a quien retaba, y no a otros. Por supuesto, nadie se había atrevido a preguntárselo en los días en que aún acudía a la taberna y participaba en alguna tertulia, en las que, por otro lado, su opinión era siempre respetada y tenida en cuenta. Parece que sólo el padre de Fermín, que llegó a disfrutar de su confianza, reunió una vez el valor necesario para indagar en aquellas cuestiones de importancia, y hasta parece que halló algunas respuestas, pero jamás repitió lo que le revelaron porque don Eulogio le hizo prometer que guardaría silencio, y el viejo carpintero era un hombre de palabra. Sin embargo, era de dominio público que don Eulogio lanzaba uno de sus desafíos al poco de recibir carta, misivas que le llegaban sin remitente alguno pero con una letra pulcra y de vocales barrigonas adornando el sobre.

 

Como don Eulogio no había concretado aún la fecha de la partida, volvió a visitar a Basilio por segunda vez. «Tienes de tiempo hasta que Fermín termine el tablero a mi gusto. Ni un día más», parece que le dijo. Eran muchos los que en el pasado habían tratado de dilatar hasta lo indecible el plazo que les hubiese dado don Eulogio. Superada una fase inicial de rechazo –fase por la que también había pasado el bueno de Basilio–, convencidos de que no era posible eludir aquel desafío, los retados trataban de ganar tiempo con las excusas más peregrinas, que pocas veces lograban la benevolencia del retador. Algunos, extraviada la fantasía por la gravedad del momento, comenzaban a albergar la utópica esperanza de poder ganar aquella partida crucial. La mayoría aprovechaba el plazo concedido para dejar sus asuntos bien arreglados. Basilio, tras unos días de abatimiento, comenzó a pasar el tiempo que le quedaba jugando partidas de damas en la taberna con todo aquel que accediera a ser su contrincante, rogándonos que no le dejásemos ganar por compasión o por remendarle la moral, sino que pusiéramos todo nuestro talento y empeño en el juego. Basilio nunca había sido un gran jugador, más bien lento y poco imaginativo, aunque en aquellos días consiguió mejorar más de lo que muchos hubiéramos esperado. Premeditaba lances, acumulaba estrategias, asistía sin perder punto a partidas entre jugadores consumados, revivía paso a paso algunas de sus derrotas, se detenía a meditar sobre los descuidos que habían resultado decisivos, y hasta –tal vez por culpa del aguardiente, al que volvió a aficionarse– comenzó a fantasear, como tantos ilusos antes que él, con la quimera de ser el primero en ganar aquella partida trascendental.

 

Por su parte, don Eulogio, en contra de su costumbre de tantos y tantos años, visitaba al carpintero cada tres o cuatro días para verificar la marcha del trabajo, y casi nunca salía satisfecho del pequeño taller. Parece que incluso obligó a Fermín a reiniciar la realización del tablero en dos ocasiones. A todo le ponía pegas don Eulogio: que si aquello no era fresno y él había pedido fresno; que si ya sabía el carpintero, de toda la vida, que aquel no era el color adecuado, que quería que las casillas casi no se diferenciasen entre sí, apenas una punta de sombra para las oscuras; que si las fichas habían quedado esta vez ásperas, y así no se deslizaban por el tablero como a él le gustaba. Todo sin atender, y hasta sin escuchar siquiera  –don Eulogio se estaba quedando algo sordo– las cabales réplicas del carpintero. Parecía que era el propio viejo quien estuviera esta vez dilatando hasta lo imposible el plazo que él mismo ya había fijado para la partida con Basilio.

 

Entonces fue cuando don Eulogio recibió una nueva carta, suceso insólito, pues jamás le visitaba el cartero antes de que se hubiese celebrado la partida que aún tuviera pendiente. Como de costumbre, todos acudimos a correos al saber la noticia de la llegada de aquella misiva, para escrutar la letra blanda y bonachona que siempre figuraba en el sobre, pero esta vez nos encontramos con otra bien distinta, esquinada y llena de requiebros traviesos en las consonantes. A más de uno le entraron ganas de robar la carta para abrirla al vapor de la cafetera de Diógenes, por no poder soportar la incertidumbre, por querer saber a quién iba a retar don Eulogio en cuanto venciese a Basilio, pero nadie cedió ante aquella tentación que no hubiera sino complicado las cosas.

 

Como era de esperar, aquella nueva misiva aceleró los pormenores que habían retrasado la partida con Basilio. Don Eulogio aceptó y pagó –generosamente, como siempre–  el tablero y las fichas que tantos esfuerzos y reprimendas le habían costado a Fermín. Sin embargo, se marchó de la carpintería con aire hosco y, pese a no soplar aquel día viento alguno, recitando un remedo de pasaje bíblico tan amañado y revuelto, tan virulento, que alteró de tal modo al artesano como para que éste no tuviera valor de repetirlo más tarde en la taberna.

 

La víspera del día fijado llegó y el jugador más experto de la tertulia, el más talentoso, jugó una última partida con Basilio, que le dejó ganar con un disimulo magistral, como nos confesó después, para no mermarle la moral al contrincante en el peor momento. Hubo luego repetidas rondas generales, que íbamos pagando uno tras otro para emborrachar de antemano el instante de la despedida. Cuando Basilio se marchó de la taberna aquella noche, después de recibir los abrazos emocionados y los parabienes de todos, dejó tras de sí un aire a velatorio anticipado que ni Diógenes logró espantar con alguno de sus comentarios, siempre impecablemente colocados. «Le he regalado una botella de mi mejor vino, para que se la lleve como obsequio a don Eulogio», es cuanto acertó a decir el tabernero en tan comprometida ocasión.

 

La tarde de la partida, al filo de la hora de cenar, los vecinos vieron a Basilio salir de su casa con el traje oscuro de los domingos, la botella de vino abrazada contra el corazón y mascullando para sí algunas de las tácticas que apenas le había dado tiempo de aprender en las últimas semanas.

 

Al día siguiente, muy de mañana, todo el pueblo conocía ya la noticia: Basilio había regresado a su casa sin el tablero bajo el brazo. El vencedor fue recibido en la taberna como un héroe, y el nuevo alcalde de la villa improvisó, en nombre de todos, unas palabras que finalizaron en discurso exaltado. Entre aparatosos abrazos y vítores, el pueblo entero quería conocer los pormenores de aquella partida cuyo desenlace a todos había sorprendido. Sin embargo, el bueno de Basilio no atinaba a recordar con qué táctica había vencido, punto éste de suma importancia según los jugadores expertos, y que el triunfador se comprometió a rememorar con detalle en cuanto se le aflojase algo la emoción, pues señalaba por fin un punto flaco, una fisura en el hasta entonces demoledor juego de don Eulogio. Además quedaba pendiente la cuestión, de no menos trascendencia, de la posible revancha. Don Eulogio nunca había concedido una segunda partida a sus contrincantes de una noche porque a éstos no les alcanzaba el tiempo de vida como para exigírsela. Sin embargo, cabía la posibilidad de que ahora fuese él quien pidiese aquella segunda partida de desagravio, pero los que andábamos con aquellas cábalas nada le dijimos a Basilio para no aguarle la fiesta.

 

En medio de aquel jolgorio, casi nadie prestó atención a la llegada de un forastero al pueblo. Era alto y bien plantado, mediana la edad, la tez cetrina y los ojos de ciervo joven. El conductor del autobús dijo en la taberna que le había sorprendido el acento irreconocible del recién llegado, cuando éste le preguntó por dónde quedaba la casa de don Eulogio, y también la circunstancia inquietante de que portase bajo el brazo un tablero de jugar a las damas con hermosas incrustaciones de nácar.

 

Aún perduraba la resaca de aquella victoria inconcebible de Basilio, cuando tuvimos que hacerle frente a otra noticia inesperada: don Eulogio abandonaba el pueblo, se marchaba para siempre. Por Fermín, el único con el que todavía mantenía cierto trato, supimos que el viejo le había vendido su casa y las tierras al forastero de extraño acento.

 

Durante la semana previa a su marcha, a don Eulogio apenas se le vio salir de casa, y cuando lo hacía, solamente llegaba hasta la fuente del Arrimadero a la hora de los mirlos para escuchar allí, como un devoto, el murmullo manso de las aguas.

 

Se marchó una tarde en el autobús de las seis. Desde la taberna de Diógenes le vimos atravesar la plaza Mayor con el sombrero de ala ancha calado y sin más equipaje que un tablero de jugar a las damas. «Ése no lo he hecho yo, puedo jurarlo», murmuró Fermín, interesado en aquella cuadrícula. Poco a poco, la gente fue saliendo a la calle en aquella tarde primaveral, como para constatar la realidad de aquella marcha. En efecto, y así lo corroboró después el conductor del autobús, el tablero que portaba don Eulogio bajo el brazo no había salido del taller de Fermín, sino que se trataba de aquel otro, bellamente adornado con incrustaciones de nácar, con el que días atrás había llegado el forastero al pueblo.

 

 

En el último instante, cuando apareció por fin el autobús, resoplando calle de San Roque abajo rumbo a la plaza Mayor, la señora Natividad, la mejor cocinera del pueblo, se acercó a don Eulogio y le obsequió con un paquetito de dulces caseros, para el viaje. Él lo aceptó de aquel modo hosco tan suyo, aunque le notáramos la voz entrecortada, y vacilara al dar las gracias, y hasta sacó nerviosamente su reloj de bolsillo y lo consultó como para comprobar la exactitud del momento. Yo creo que en realidad lo hizo para poder hurtarnos la mirada. Aquella mirada de ciervo viejo.