La comedora de luz

 

Adelina se comía la luz. Ella misma me lo dijo en uno de aquellos veranos que de niño yo pasaba en el pueblo, en casa de los abuelos, aquel en el que ella ya no podía dudar de que me gustaba con locura. No fue una confesión por su parte, ni la necesidad de explicarse, de desbaratar sospechas, conjurar rumores que nada le importaban. Supuse entonces que lo hizo sólo para distinguirme en cierto modo, pero tardé algo más en comprender que también me estaba probando. Nunca me obligó a que le guardase el secreto, y sin embargo supe que debía hacerlo.

 

La luz de después del amanecer parece que poseía la dulzura más ecuánime, sin excesos, a fruta que aún conserva algún resabio de verdor, la textura liviana, como de clara de huevo a punto de nieve. Adelina se la comía poco a poco, a pellizcos, aún desganada a aquella hora temprana, y la mezclaba en un tazón con la leche humeante de la mañana, con el pan que en ella desmigaba. Había momentos del día en que la luz se tornaba un punto ácida y efervescente, y hacía cosquillas en el paladar como una gaseosa. La de los días de lluvia sabía a aguas ferruginosas o a caldo frío de berzas, según la estación. A la hora de la siesta de aquellas tardes de la canícula, la luz era áspera algunas veces y difícil de tragar, malograda por el exceso de calor, y a Adelina le parecía el aguardiente que su padre le dejaba probar en las bodas y los bautizos.

 

La primera vez que la vi comiendo luz, regresábamos de bañarnos en el río. Fuimos los últimos del grupo en volver. Ella acababa de enseñarme a besar, me había mostrado una senda de gozo que recorría sus pechos incipientes, la espiral de su ombligo, que se demoraba apenas por la tibieza del vientre estremecido. Entonces la vi extender los brazos, las palmas de las manos hacia arriba, algo ahuecadas como para recoger agua de lluvia o los copos silenciosos de una nevada imposible que estaba dejando el río de cobre derretido y su cuerpo del color de las calabazas maduras. Nunca había contemplado aquel lugar de aquel modo. Adelina se Llevó luego las manos a la boca, una y otra vez, comió con deleite y un poco de glotonería aquella luz crepuscular que se derramaba por sus labios, por su barbilla, que resbalaba cuello abajo buscando su cuerpo; la alternaba con moras un tanto verdes que iba cogiendo de las zarzas, para compensar aquel sabor que ella encontraba algo almibarado, casi empalagoso, en cualquier caso excesivo. La textura del manjar se había vuelto densa, explicaba, porque allí se juntaba el poso de luz de todo el día,  y a veces se le pegaba un copo a los dientes, como un caramelo de café con leche. Entonces lo supe. Qué podía hacer sino creerla. Volvió a besarme y percibí su sabor, el sabor de la luz, que ya no olvidaré. También los pájaros de la tarde picoteaban aquella luz que se iba posando en los campos, y Adelina decía que hacían acopio de ella para la noche, y que se la podían comer en pleno vuelo, más pura cuanto más arriba, hasta que a aquella hora los gorriones se sentían cebados, pesados y torpes para volar alto. Adelina se pinchó en un dedo con una zarza, una diminuta gota de sangre de la que me pareció ver escapar algún destello. Algunas noches la vi melancólica, lamiéndose en las manos como un polvo de luna que luego le daba carraspera y la hacía toser, o como ida, la mirada fija en las luces color caramelo de las farolas asediadas por enjambres de insectos enloquecidos. «Esa luz no es como la otra –me decía–.  No se puede comer, es amarga y venenosa, me podría matar. >>

 

Adelina tenía pocas amigas indiscutibles en el pueblo. «La extranjera» la llamaban, porque sus padres habían emigrado a Alemania, allí vivían, la familia hablaba ya aquella lengua que les mellaba el acento de la suya. « ¡Extranjera!» le gritaban a veces, como un insulto, para soliviantarla sin lograrlo; buscaban extrañarla aún más. Es verdad que era distinta, aunque de otro modo. Nunca he conocido a nadie como ella. Acertaban sin acertar quienes así la señalaban. Las chicas de su edad se le apartaban durante aquellos veranos, desconfiaban, hacían correr infundios sobre ella y su familia. «Tuvo una bisabuela que comía tierra en los cementerios.» Todas salvo Consuelo, que la defendía siempre porque también estaba loca por ella, aunque a veces se la viera ofuscada por la obligación que sentía de desmentir rumores, por la indiferencia lánguida de Adelina ante ellos. En cuanto a los chicos, el vilipendio no era peor, puede que sólo más tosco. Ninguno osaba decir que la deseaba. Tan sólo destacaban que era flaca y desgarbada, aunque tuviera aquellos ojos osados que a mí me enamoraron, con los que sabía mirar el mundo, mirarnos a todos como si un copo de luz nos hubiera caído en el rostro, un bocado apetitoso.

 

A mediados del verano, mi amigo Bernardo organizaba una cacería nocturna de gorriones en el huerto de su padre e invitaba a todo el que tuviera una escopeta de balines. Entonces tenía lugar una especie de torneo entre los mejores tiradores. Además de la escopeta había que acudir provisto de una escalera y una linterna. La noche escogida solía ser la de san Lorenzo. Unos cuantos ojeadores escudriñaban con las linternas por entre las ramas de los árboles más frondosos, para descubrir a los gorriones que dormitaban, mientras los cazadores, en lo alto de la escalera, apuntaban y disparaban con la escopeta. Los pájaros no huían al sentirse descubiertos por aquella luz imprevista que no se podía comer, que era amarga y mataba, los ojos como negras cabezas de alfiler, fascinados por la linterna. A las doce todo terminaba, se hacía el recuento de las presas abatidas por cada uno y se proclamaba al vencedor.

 

Aquel verano en que me enseñó a besar, Adelina quiso que fuéramos juntos a ver la lluvia de estrellas fugaces en la noche de san Lorenzo. Yo le dije que sí, claro, pero que nos veríamos pasadas las doce, tras la cacería, porque no podía desairar a mis amigos, faltar a aquella fiesta de hombrecitos embravecidos que todos aguardábamos un año tras otro. La noche se llenó en aquel huerto de pequeñas detonaciones y de puntos luminosos, enjambres de luciérnagas gigantes y enloquecidas como si olieran otra luz oculta entre las ramas de los frutales. Al recoger las piezas que abatí, empuñando entonces la linterna como otra arma, creí ver chispas escapar de la sangre que cubría aquellos cuerpecillos. Supe entonces que Adelina no me iba a esperar.

 

 

Publicado en Vida de perro, Ed. Menoscuarto