Publicado en ABC el 18/01/2003.

 

Ha sido pródigo el 2002 en nove­las que tienen su arranque en la guerra civil o inmediata posguerra. Varias discurrieron por los cauces que en el año anterior habían abierto las dos excelentes novelas Romanti­cismo, de Manuel Longares, y Soldados de Salamina de Javier Cercas. Ya se cuente el zarpazo de esa contienda fratricida en sus consecuencias inme­diatas, como en Los colores de la gue­rra, de Juan Carlos Arce, o La voz dor­mida, de Dulce Chacón, que estarían en el arco abierto por Cercas, como cuando el relato se centra en el funcio­namiento de la sociedad de los vence­dores y los vencidos en los años cin­cuenta y sesenta; así ocurría en la no­vela de Longares, cuyo modelo han coutinuado Los juegos feroces, de Francisco Casavella; Los días de Eisenhower, de Manuel Rico, y esta exce­lente novela de Juan José Flores, que tiene asimismo como escenario la pos­guerra más tardía, puesto que se am­bienta en el año 1960, aunque la gue­rra civil misma no deja de estar pre­sente como nudo que desencadena los conflictos vividos por los personajes, atrapados todos en la red de aquella contienda, y víctimas de sus vengan­zas, rencores y vidas truncadas.

 

Una rara madurez expresiva

 

Contra lo que parecería previsible al tratarse de un autor prácticament novel,  En el umbral, de Juan José Flo­res, en absoluto es una más, puesto que tema tan dificil por manido ha servido para construir una de las me­jores prosas que sobre tal asunto co­nozco, lo que confirma una vez más que no hay tema agotado o del que no se pueda extraer calidad, si la tiene el escritor, como en este caso ocurre. Para mi ha significado el descubri­miento de un excelente novelista, de rara madurez expresiva y con muchas cosas que contar, de forma que la no­vela se lee de un tirón. Juan José Flores encierra el argu­mento de guerra y posguerra en el mi­crocosmos de una familia adinerada en su finca El Azahar y el pequeño pueblo andaluz o levantino (es difícil saberlo, pero hay naranjas y olivos). Con motivo de la boda de una nieta del terrateniente don Julián, ya venido a menos, va a haber un encuentro, te­mido, entre su hijo Ramiro, que babía optado por la República y vive en el exilio, escribiendo novelas de denun­cia de cierto éxito, y el brutal her­mano Lorenzo, el tío de Ramiro, falan­gista bárbaro que ofrece como persa­naje novelesco muy poco juego, por su excesivo irredentismo y brutalidad. Ese encuentro se produce no sin antes discurrir por la forma en que cada personaje ha vivido y vive la posguerra, con sus culpas y tragedias perso­nales. De ese modo, la finca familiar sirve como espacio simbólico de España y la lucha fratricida se prolonga. El esquema es simple, la opción moral y política que la novela toma es clara, si bien algunos personajes masculi­nos pecan de excesivo esquematismo (el intelectual republicano y el zafio fascista), precisamente en favor de ese esquema simbólico y opción moral elegida. Pero la novela se eleva por los personajes femeninos, pues tanto Re­medios como Mercedes se ven aqueja­das de un mal semejante, en cada uno de los dos bandos, y son esas mujeres que han vivido la guerra y la posgue­rra poblada de secretos, opciones no tomadas o miedos acrecentados, las que van a cifrar los relieves psicológi­cos mejor dibujados. También se eleva esta novela por su soberbio trazado es­tilístico, lleno de hallazgos que aúnan una pasión narrativa muy inspirada y una rica imaginería verbal.

 

 

 

Relatos Interiores

 

Igual ocurre en el caso de la trama, aunque Flores es mejor escritor, de unas excepcionales dotes, cuando su­giere el simbolismo posible, como en los relatos que se insertan, tomados de la literatura del personaje Ramiro. Antológicos son el cuento de <<Petra la ciega>>, en general todo el episodio del «Avalon» en la isla griega, escrito con una prosa digna de Julián Ayesta, o el buen cuento posterior de «la Gi­ganta». Se le ve en esas historias in­sertadas que es un escrilor que sabe contar, y ya digo que es mejor cuando se atiene a la sugerencia simbólica que cuando desarrolla la trama en sus truculencias posibles, donde se le va la mano en más de una ocasión, entre­gado a los excesos folletinescos de una pasión narrativa que debería haber embridado, como son el de Gabino con Antonia en América, o la escena úl­tima en el velorio fingido, demasiado compuesto para resultar verosímil, aunque sea creíble como símbolo, pero no toda trasposición puede ser ventajosa literariamente.

 

 

Sin embargo, todo el universo de sueños, de escondites, el memorable uso que hace de Manuel como focali­zador, la perspectivización tan bien llevada de cada uno de los hechos, puesto que se van narrando desde lo que los personajes oyen, ven, atisban, temen o sueñan, hace que la estruc­tura narrativa contenga considera­bles aciertos, como lo es también el tiempo narrativo elegido en presente histórico o continuo. Esas condicio­nes narrativas hacen que la historia vaya emergiendo según su vivencia en cada personje, lo que resulta muy eficaz; también lo es el uso del sueño como mecanismo anticipatorio o me­tonímico de las acciones, de modo que son a la vez externas e internas y van encadenando muy bien la intriga de fondo. En fin, salvadas ciertas conce­siones al esquematismo y una cierta lasitud truculenta en el desencadena­miento final de la trama, se trata de una excelente novela, cuya prosa lo es, además, de un escritor con gran sen­tido del ritmo y de la narración. Hay aquí un escritor de verdad, cuyos pa­sos conviene seguir.