Publicado en La Vanguardia (Suplemento Culturas) el día 9 de noviembre del 2005

 

Recorte de La Vanguardia (Suplemento Culturas) del día 9 de noviembre del 2005

 

Hay una larga tradición de novelas escritas desde un encierro, en las que el hecho mismo de escribir forma parte de la dinámica del texto. En La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela el protagonista redacta en la cárcel sus memorias en un estado casi febril poco antes de ser condenado a muerte. Tanto El túnel de Ernesto Sábato como Rayuela de Julio Cortázar están escritas desde un manicomio. Hay pues, como punto de partida, un atormentado mundo interior que se proyecta en la evocación o reconstrucción del mundo exterior.

 

Estos dos niveles están hábilmente manipulados aquí por Juan José Flores (Barcelona, 1955). Estamos ante una novela febril en su dinámica textual, en la personalidad de muchos de sus personajes tocados por la locura, en la necesidad de escribir, no para inventar la realidad sino para reinterpretarla, para hacerla coincidir con la ficción e incluso para someterla a las leyes de la ficción. Hay asimismo distintos escenarios que representan distintos registros narrativos. La Fundación Doctor Torralba es el espacio de la locura, y en ella encontraremos, en sus últimas páginas, la clave definitiva. Ibiza representa el origen del amor y al mismo tiempo de la infelicidad de uno de los personajes centrales, Adrián Mongrí, para cargarse de una fuerza simbólica con los monstruos que la joven suicida María ha pintado en las cuevas de la isla. La casa en la que se va a filmar Las nubes rojas representa la digna decadencia de una familia de músicos, la de los Mongrí, con la Academia Anglada de Barcelona, centro de la narración y sin embargo ausente por la falta de descripciones, porque al escritor le interesan más los interiores y porque se ve desplazada por el Hotel des Suisses. Si el sanatorio de la Fundación Torralba representa la investigación mental, el hotel parisino representa la investigación policial con fondo político, puesto que los suicidios que han tenido lugar allí acaban por encontrar su explicación en la Resistencia y en el papel que desempeñó Raúl Bertrán, conserje nocturno y antiguo miliciano de la República española.

 

La novela tiene un argumento muy esquemático que se desdobla en múltiples argumentos a partir de la muerte del director de cine Gerardo Lobo mientras está rodando Las nubes rojas. De este vacío surge un mundo de imprevisibles consecuencias. Lobo entregó antes de morir un borrador de guión provisionalmente titulado Todas las primaveras a su ayudante y amigo Diego Varela. Adrián Mongrí, que enloqueció con el suicidio de María, se apodera del borrador y siente la imperiosa necesidad de desarrollarlo y de buscarle un final, puesto que las novelas, a diferencia de la vida, que “no sabe finales, para ella todo es comienzo”, y a diferencia de las primaveras, que se repiten cíclicamente, tienen un desenlace y un broche.

 

Prodigiosa aventura.

 

Ya Adrián había necesitado expresarse, dar vida a la muerte a través de la escritura con las cartas que escribió a la desaparecida María. Y otras cartas nos llevarán a otro núcleo narrativo. Las que Raúl Bertrán escribirá a la joven barcelonesa Teresa, suplantando –entre las muchas suplantaciones de esta novela– al joven soldado muerto en el frente del Ebro, Arturo Garrido. Una suplantación que se debe, en principio, a la incapacidad de Raúl de decirle la verdad a la muchacha, la misma incapacidad que atenaza a tantos personajes. Teresa es la abuela de Lucía Garrido, directora de una galería de arte que fue amante de Lobo. Una relación que Blanca, la hija de Laura, conoce y que decide finalmente revelárselo, si bien también su madre lo sabe y se lo ha callado. Porque en esta novela los personajes necesitan escribir o contar pero viven siempre en la suplantación, en el secreto, por lo que nos enfrentamos a historias inconclusas.

 

 

En este sentido Maura, la criada de los Anglada, representa la revelación, puesto que ella es la encargada de soñar y explicar los sueños ajenos, especialmente los de Adrián con su sueño del final de los tiempos. Pero ésta es una facultad que, como su abuela, la ha inventado para consolar a los que los sufren. De modo que de una forma o de otra todos inventan o recrean la realidad y al mismo tiempo son recreados por la invención y la escritura. Flores es aquí un claro heredero de Pirandello y de Unamuno, al preguntarse por la verdadera sustancia de los seres humanos, criaturas de invención. De ahí que se establezca un poderoso contraste entre el nivel más narrativo del libro, el del misterio de los suicidas del Hotel des Suisses, y entre los pasillos del sanatorio mental de donde surge, en realidad, toda la novela como el delirio del creador de unos personajes “de los que a veces dudo si tendrán vida real al otro lado de estos muros que protegen estos pasillos”. Se cierra así, sin encontrar un verdadero fin, una prodigiosa aventura de la mente y de la vida real controlada con excelentes resultados por Juan José Flores.